LECTURA 6º E.P
El gran jefe de Washington ha mandado
hacernos saber, junto con palabras de buena voluntad, que quiere comprarnos las
tierras. Mucho agradecemos este detalle porque de sobra conocemos la poca falta
que les hace nuestra amistad.
Queremos considerar el ofrecimiento
porque también sabemos de sobra que, si no lo hiciéramos, los rostros pálidos
nos arrebatarían las tierras con armas de fuego.
¿Pero cómo podéis comprar o vender el
cielo o el calor de la tierra? Esta idea nos resulta extraña. Ni el frescor del
aire ni el brillo del agua son nuestros ¿Cómo podrían ser comprados? Tenéis que
saber que cada trozo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. La hoja verde,
la playa arenosa, la niebla en el bosque, el amanecer entre los árboles, los
pardos insectos…
Los muertos del hombre blanco olvidan
su tierra cuando comienzan el viaje a través de las estrellas. Nuestros
muertos, en cambio, nunca se alejan de la tierra, que es la madre. Somos una
parte de ella, y la flor perfumada, el cielo, el caballo y el águila majestuosa
son nuestros hermanos.
Las escarpadas peñas, los húmedos
prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecen a la
misma familia. El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es
solamente agua, sino que también representa la sangre de nuestros antepasados.
Si os lo vendiésemos, tendríais que recordar que son sagrados y enseñarlo así a
vuestros hijos. También los ríos son nuestros hermanos porque nos libran de la
sed, arrastran nuestras canoas, nos procuran peces… El murmullo del agua es la
voz del padre de mi padre.
Por supuesto que sabemos que el hombre
blanco no entiende nuestra forma de ser. Tanto le da un trozo de tierra que
otro, porque no la ve como una hermana, sino como enemiga. Cuando ya la ha
hecho suya, la desprecia y sigue caminando. Deja atrás la tumba de sus padres
sin importarle. Secuestra la vida de sus hijos olvidados. Trata a su madre la
tierra y a su padre el firmamento como objetos que se compran, se explotan y se
venden como ovejas y cuerdas de colores. Su apetito devora la tierra dejando
atrás todo un desierto. No lo puedo entender, vuestras ciudades hieren los ojos
del hombre piel roja. Quizá sea porque somos salvajes y no podemos entenderlo.
No hay un solo sitio tranquilo en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar
donde se pueda escuchar en la primavera el despliegue de las hojas o el rumor
de las alas de un insecto. Quizás es que soy un salvaje y no comprendo bien las
cosas.
El ruido de la ciudad es un insulto
para el oído. Y yo me pregunto: “¿qué clase de vida tiene el hombre que no es
capaz de escuchar el grito solitario de una garza o la discusión nocturna de
las ranas alrededor de la balsa?” Soy un piel roja y no lo puedo entender.
Cuando el último piel roja haya desaparecido de esta tierra, cuando no sea más
que un recuerdo su sombra, como el de una nube que pasa por una pradera
entonces todavía estas riberas y estos bosques estarán poblados por el espíritu
de mi pueblo. Porque nosotros amamos este país como un niño, los latidos del
corazón de su madre.
Si decidiese aceptar vuestra oferta tendría que poneros una condición: que el hombre
blanco considere a los animales de esta tierra como hermanos. Soy salvaje y no
comprendo otro modo de vida. Tengo vistos millares de búfalos pudriéndose
abandonados en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren
en marcha. Soy salvaje y no comprendo como una maquina humeante muy importar más
que el búfalo al que nosotros matamos solo para sobrevivir. ¿Que puede ser el
hombre sin los animales? Si los animales desapareciesen, el hombre moriría en
una gran soledad. Todo los que les pasa a los animales muy pronto le sucederá también
al hombre. Todas las cosas están ligadas. Debéis enseñar a vuestros hijos lo
que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre.
Todo lo que le ocurre a la tierra, les ocurrirá a los hijos de la tierra. Si
los hombres escupen en el suelo, se escupen a si mismos. De una cosa estamos
bien seguros: la tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a
la tierra.
El hombre no ha tejido la red de la
vida. Sólo es uno de esos hilos y está tentando a la desgracia si osa romper
esa red. Pero vosotros caminaréis hacia la destrucción rodeados de gloria y
esplendor por la fuerza de Dios, que os trajo a esta tierra y que por algún designio especial os dio
dominio sobre ella y sobre la piel roja. Ese designio es un misterio para
nosotros, pues no entendemos porque se exterminan los búfalos, se donan los
caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el
aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas
con cables parlanchines.
¿Dónde está el bosque espeso?
Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció.
Así se acaba la vida y solo nos queda
el recurso de intentar sobrevivir.
La carta del jefe indio Noah Sealth,
1854 adaptación.
De todas las culturas siempre se pueden sacar cosas positivas.
ResponderEliminarYo pienso que el jefe indio Noah Sealth tiene razón al decir que los hombres no son dueños de la tierra sino que la tierra es dueña de los hombres.
ResponderEliminarPorque hay algunos hombres que piensan que la tierra es suya y pueden hacer lo que quieran con ella pero esos hombres estan muy equivocados al pensar de esa manera.Porque la tierra hay que cuidarla.